En España han pasado casi ochenta
años desde que finalizó la peor de sus guerras (incívica, salvaje, cruenta…
entre hermanos, por destruir un sistema) y todavía las diferencias políticas e
ideologías persisten acusadamente. Entonces, unos hicieron suyos, a través de
una brutal dictadura, los emblemas y significados nacionales de todos,
enterraron a sus muertos con dignidad y se olvidaron que, los del otro bando,
también eran españoles. Muerto el dictador sucedió una ejemplar Transición hacia la democracia sin revolución alguna, bajo
la atenta mirada de un ejército y las poderosas e influyentes fuerzas vivas del
bando vencedor. Una Transición igualmente engañosa y endeble que a punto estuvo
de estallar con otro Golpe de Estado cuando cierto sector minoritario de la
población pensó que la política se desviaba del Espíritu nacional impuesto por
su caudillo. No hubo renovación de cargos y los altos mandos siguieron en sus
puestos, sustituyendo al dictador por el Rey, entronizado e inmune como aquél
lo fue bajo palio en tribunas y altares. Tampoco ha existido tiempo ni fondos
para deshacer la historia que nos contaron (escrita por el bando franquista),
ni para que los hijos de los vencidos hallaran a sus padres muertos, ni para
que himnos, banderas y otros símbolos utilizados en la contienda
desaparecieran. Hoy quedamos los viejos que, afortunadamente, no participamos
en aquella maldita guerra, pero que, indirectamente, sufrimos parte de sus
consecuencias. Y vemos, todavía, como parecen existir censores que dicen lo que
atenta a la moral o al Espíritu nacional que muchos reclaman. Y nos llama la
atención comprobar que la ley condena en proporción, menos severamente, a
corruptos y ladrones, que a quienes
escriben necedades e improperios en internet (facebooc, twiter…), a los
acusados e ignotos de convertir el arte sacro en apócrifo o a unos titiriteros de haber ensalzado
el terrorismo. Ya va siendo hora de revisar la democracia para que no se vean
heridas donde no las hay; que dejemos de tener miedo por escribir o hablar ya que
ni las letras ni las voces matan; que se prescinda de censores o comisarios
políticos de otro tiempo ya que, únicamente, son defensores de su criterio y no
de un pueblo que desea honradamente vivir en paz.
Cuando el terrorismo atentó en
Francia por unas viñetas irónicas contra Mahoma, todos clamamos en contra del
salvaje atentado por tan irrisoria cuestión; sin embargo, hoy en España (un
reino/estado aconfesional) se imponen los sentimientos religiosos por hechos de
similar guisa. Posiblemente, existan varas de medir distintas. Es más, hay
grupos de WhatsApp en los que muchos de
sus componentes claman porque de política no se hable, temiendo enconar una
discusión de consecuencias imprevisibles. Esto denota que hemos avanzado bien
poco en civismo y respeto a las distintas ideas. No hemos aprendido a realizar
un sosegado debate y somos incapaces de ponernos en lugar del otro. Esto me
recuerda mi niñez cuando las familias silenciaban cualquier cuestión social,
política, religiosa y nos educaban para que fuéramos apolíticos como si tal
cosa fuera posible. Parece mentira que hoy vuelvan aquellos mensajes o, ¿es
que, tal vez, nunca se fueron? Mi idea es que se ha de hablar libre y
respetuosamente de todo, sin calificar ni prejuzgar, sin que nadie tenga que
avergonzarse de pensar de una u otra manera. No se puede castigar el
pensamiento, ni a la intención. Hemos de forjar un nuevo criterio de
domesticación en el que todas las ideas quepan. La base para lograrlo, está en
los mensajes que se emiten, en la educación que se practica, en el respeto
necesario para no ser fundamentalista. Debemos prescindir del “ojo por ojo".
Pararnos y pensar. Debatir cómo hacer las cosas mejor. Argumentar y reconocer
la evidencia. No tomarnos la vida como una competición por llegar el primero o
por saber más que el otro. Consiste en ponerse de acuerdo en las cosas
importantes la mayor parte de las veces debatiendo con respeto.
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