sábado, 29 de abril de 2017

DEBATIR

En España han pasado casi ochenta años desde que finalizó la peor de sus guerras (incívica, salvaje, cruenta… entre hermanos, por destruir un sistema) y todavía las diferencias políticas e ideologías persisten acusadamente. Entonces, unos hicieron suyos, a través de una brutal dictadura, los emblemas y significados nacionales de todos, enterraron a sus muertos con dignidad y se olvidaron que, los del otro bando, también eran españoles. Muerto el dictador sucedió una ejemplar Transición hacia la democracia sin revolución alguna, bajo la atenta mirada de un ejército y las poderosas e influyentes fuerzas vivas del bando vencedor. Una Transición igualmente engañosa y endeble que a punto estuvo de estallar con otro Golpe de Estado cuando cierto sector minoritario de la población pensó que la política se desviaba del Espíritu nacional impuesto por su caudillo. No hubo renovación de cargos y los altos mandos siguieron en sus puestos, sustituyendo al dictador por el Rey, entronizado e inmune como aquél lo fue bajo palio en tribunas y altares. Tampoco ha existido tiempo ni fondos para deshacer la historia que nos contaron (escrita por el bando franquista), ni para que los hijos de los vencidos hallaran a sus padres muertos, ni para que himnos, banderas y otros símbolos utilizados en la contienda desaparecieran. Hoy quedamos los viejos que, afortunadamente, no participamos en aquella maldita guerra, pero que, indirectamente, sufrimos parte de sus consecuencias. Y vemos, todavía, como parecen existir censores que dicen lo que atenta a la moral o al Espíritu nacional que muchos reclaman. Y nos llama la atención comprobar que la ley condena en proporción, menos severamente, a corruptos y ladrones, que a  quienes escriben necedades e improperios en internet (facebooc, twiter…), a los acusados e ignotos de convertir el arte sacro en apócrifo o  a unos titiriteros de haber ensalzado el terrorismo. Ya va siendo hora de revisar la democracia para que no se vean heridas donde no las hay; que dejemos de tener miedo por escribir o hablar ya que ni las letras ni las voces matan; que se prescinda de censores o comisarios políticos de otro tiempo ya que, únicamente, son defensores de su criterio y no de un pueblo que desea honradamente vivir en paz.


Cuando el terrorismo atentó en Francia por unas viñetas irónicas contra Mahoma, todos clamamos en contra del salvaje atentado por tan irrisoria cuestión; sin embargo, hoy en España (un reino/estado aconfesional) se imponen los sentimientos religiosos por hechos de similar guisa. Posiblemente, existan varas de medir distintas. Es más, hay grupos de  WhatsApp en los que muchos de sus componentes claman porque de política no se hable, temiendo enconar una discusión de consecuencias imprevisibles. Esto denota que hemos avanzado bien poco en civismo y respeto a las distintas ideas. No hemos aprendido a realizar un sosegado debate y somos incapaces de ponernos en lugar del otro. Esto me recuerda mi niñez cuando las familias silenciaban cualquier cuestión social, política, religiosa y nos educaban para que fuéramos apolíticos como si tal cosa fuera posible. Parece mentira que hoy vuelvan aquellos mensajes o, ¿es que, tal vez, nunca se fueron? Mi idea es que se ha de hablar libre y respetuosamente de todo, sin calificar ni prejuzgar, sin que nadie tenga que avergonzarse de pensar de una u otra manera. No se puede castigar el pensamiento, ni a la intención. Hemos de forjar un nuevo criterio de domesticación en el que todas las ideas quepan. La base para lograrlo, está en los mensajes que se emiten, en la educación que se practica, en el respeto necesario para no ser fundamentalista. Debemos prescindir del “ojo por ojo". Pararnos y pensar. Debatir cómo hacer las cosas mejor. Argumentar y reconocer la evidencia. No tomarnos la vida como una competición por llegar el primero o por saber más que el otro. Consiste en ponerse de acuerdo en las cosas importantes la mayor parte de las veces debatiendo con respeto.

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