sábado, 22 de julio de 2017

EL ORGULLO ESPAÑOL

Hoy en día, entre la mayor parte de la población española, existe el convencimiento de que lo verdaderamente importante es el dinero. Con él se hace fortuna, se logra poder, se disipa la preocupación por no poseerlo. Siempre fue así; sin embargo, cabría la posibilidad de que sirviera, únicamente, para lo que se creó: ser instrumento de cambio. (Una cuestión de la que merecerá la pena hablar otro día, aun cuando, desde ya, se debería eliminar físicamente para que sus trazas  permitieran seguir su rastro, además de  anular cuotas delictivas).

Se sueña con ser rico y tener seguridad y con que a los hijos no les falte de nada. Nos olvidamos de la solidaridad y de la igualdad de oportunidades, necesarias para todos. Es más; a veces, se desdeña la bondad, el conocimiento, el esfuerzo y, sobre todo, la pobreza. Son muchos los ciudadanos que piensan medrar afiliándose a un partido político, a alguna organización benéfica, deportiva o a otra que consideren les puede reportar estabilidad o provecho en lugar de  superarse con ahínco en el trabajo y el estudio. Es triste, pero así es.

No se perciben rectos ejemplos en los gobernantes que gestionan nuestras vidas que no ven, toleran y practican la corrupción hasta el extremo de abochornarnos de ser españoles y sentir vergüenza ajena. Miran a otro lado y ostentan, lideran, simbolizan en primera, segunda o tercera fila, la descomposición de un sistema que, desde antaño, nos viene persiguiendo. Y de manera impune, por falta de medios o pruebas que se destruyen, por prescripción o cambio de leyes, por falacias o malas artes…,  hemos llegado hasta hoy sin solucionarlo. La imagen de España en tal sentido es deleznable. Representamos la picardía, el timo, el choriceo...: un orgullo merecido de trileros). Y lo peor, es que el Gobierno persevera en mantener jactancia tan destacada (originaria del paro, la desigualdad, el incumplimiento de las leyes,  los golpes de estad…) sin aprender a tener humildad. Las medidas que toman son de juguete y mentirijilla: buenas palabras que los de arriba incumplen con pésimas acciones. “La gente de fuera ve a los ministros muy atareados y dándose aire de personas que hacen alguna cosa. Cualquiera diría que esos personajes, cargados de galones y de vanidad, sirven para algo más que para cobrar sus enormes sueldos; pero no, nada de esto hay. No son más que ciegos instrumentos y maniquíes que se mueven a impulsos de una fuerza que el público no ve. No deben nada de lo que tienen a su propio mérito, por lo que no hay que deslumbrarse por la grandeza de esos figurones, a quienes el vulgo admira y envidia: su poderío esta sostenido por hebras de seda, que las tijeras de la putrefacción puede cortar”.


Salvo en el deporte y poco más, son pocas las ocasiones por las que un español puede sentirse orgulloso de serlo. Son contadas las acciones en las que, positivamente, de manera individual o colectiva, destacamos del resto para sentirnos satisfechos. Ya nos gustaría que la tan cacareada Transición se hubiera cerrado con dignos entierros para todos los muertos y desaparecidos. Que los símbolos nacionales (himnos, banderas, monumentos y oraciones) se hubieran cambiado, unificándolos para todos. Ni siquiera la principal norma a cumplir, que es La Constitución, brinda la posibilidad de tener igualdad de oportunidades, trabajo o cobijo. Sin embargo, nos damos aires de grandeza pregonando logros inmerecidos, asegurando crecer económicamente más que otro país de la CEE, como si no supiéramos cómo se consigue o a quién beneficia. Ya va siendo hora que nuestro Gobierno demuestre que somos serios y honrados como país, aplicando contundentes medidas de regeneración, caiga quien caiga, e invaliden de nuestros caletres la impresión de que quien manda son mafias económicas  o criminales bien organizadas.

lunes, 10 de julio de 2017

UN ESTIGMA DE LA DICTADURA FRANQUISTA

En nuestra infancia, cada uno de nosotros, después que la impronta se colme de referencias sin que la memoria las pueda retener, componemos nuestra propia personalidad. Un periodo que marcará, de forma fundamental, nuestras vidas. En él, se crearán los sentimientos al margen de los instintos y, con cuanto nos rodea, estableceremos nuestra verdadera Patria.

Los usos y costumbres, los afectos y obsesiones, la alimentación o desnutrición, el acomodo o el desajuste, el medio urbano o rural, la económica o la política, el hábito o el aprendizaje, el clima o el ambiente… que, interna y externamente, predominen, nos afectarán para conformar nuestra identidad.

Hoy día nadie puede negar los estímulos (actos reflejos de aversión o simpatía) que nos dimos (y, en muchos casos, continuamos dando) como respuesta al miedo o al placer absorbidos entonces sin conocimiento y originados por causas ajenas o trasmitidos por razones concretas, pero que, de cualquier modo, condicionarán nuestra voluntad.

Cada una de las generaciones pasa por acontecimientos y situaciones bien dispares; si bien, la etapa de cuando fuimos niños, de la que hablamos, es sumamente muy particular. La que nos tocó vivir a muchos de nosotros fue una infancia generosa, pródiga en juegos imaginativos, alegrías y bienestar, en la que unos sacrificados padres prescindían de cuanto fuera necesario para evitar a sus niños cualquier tipo de sufrimiento, criándonos a “leche almendra” (que dirían muchos abuelos) aun cuando, la citada generación, se generalice con un mismo común denominador: la formación del espíritu nacional o el nacional-catolicismo de la dictadura.

Recibimos (eso sí) la peor ideología posible, carente de verdad y contraste, impuesta en escuelas e iglesias por una parte de la población, vencedora de una guerra cruel, y, sobre todo, por ser asimilada inconscientemente. Una guerra que perduró silenciosa en el tiempo, manteniendo sin voz a los vencidos, que tuvieron que claudicar comulgando con la falacia de la “Santa cruzada” o la ausencia de libertades que nos trae la Inquisición a la memoria.

Aunque parezca extraño (pero no lo es) todavía hay muchas personas añorando aquellas enseñanzas, incapaces de modificar parte de su identidad para que la democracia tenga cabida. Un aprendizaje loable, por valores y esfuerzos familiares, y deleznable, por impregnarnos una Patria impostora. Sólo la niñez es unagrande y libre. La razón es clara: sus estímulos quedaron anclados en el pasado feliz de su infancia como autos reflejos citados, respondiendo hoy contra quienes les causen dolor. Maldicen, insultan y denigran a quienes emiten críticas contrarias a las suyas o sus maneras de pensar son distintas. Eluden confrontar ideas o dejar atrás, momentáneamente, la inconsciencia del placer añejo que les complace.


Abogo por entendernos hablando con palabras impecables, con respeto, sin insultos ni descalificaciones, aparcando nuestras infancias innecesarias de olvidar, ya que, en definitiva, todos deseamos lo mejor para todos y cada uno de nosotros, aunque los caminos elegidos para conseguirlo sean muy diferentes, una vez tengamos en cuenta las causas instintivas expuestas o las que cada cual considere. Nadie permita pues, que por nuestras disputas lógicas, unos sinvergüenzas se aprovechen favoreciendo la malversación, la corrupción, el robo o cualquier delito que atente a lo que es público y de todos. Anulemos de una vez las dos Españas por el camino del dialogo y el acuerdo, estableciendo serias responsabilidades y duras penas para quien con su gestión nos enfrenta.