En nuestra infancia, cada uno de
nosotros, después que la impronta se colme de referencias sin que la memoria
las pueda retener, componemos nuestra propia personalidad. Un periodo que marcará, de forma fundamental, nuestras vidas. En él, se
crearán los sentimientos al margen de los instintos y, con cuanto nos rodea,
estableceremos nuestra verdadera Patria.
Los usos y costumbres, los
afectos y obsesiones, la alimentación o desnutrición, el acomodo o el
desajuste, el medio urbano o rural, la económica o la política, el hábito o el
aprendizaje, el clima o el ambiente… que, interna y externamente, predominen,
nos afectarán para conformar nuestra identidad.
Hoy día nadie puede negar los
estímulos (actos reflejos de aversión o simpatía) que nos dimos (y, en muchos
casos, continuamos dando) como respuesta al miedo o al placer absorbidos entonces
sin conocimiento y originados por causas ajenas o trasmitidos por razones
concretas, pero que, de cualquier modo, condicionarán nuestra voluntad.
Cada una de las generaciones pasa por acontecimientos y situaciones
bien dispares; si bien, la etapa de cuando fuimos niños, de la que hablamos, es
sumamente muy particular. La que nos tocó vivir a muchos de nosotros fue
una infancia generosa, pródiga en juegos imaginativos, alegrías y bienestar, en
la que unos sacrificados padres prescindían de cuanto fuera necesario para
evitar a sus niños cualquier tipo de sufrimiento, criándonos a “leche almendra”
(que dirían muchos abuelos) aun cuando, la
citada generación, se generalice con un mismo común denominador: la formación
del espíritu nacional o el nacional-catolicismo de la dictadura.
Recibimos (eso sí) la peor ideología posible, carente de verdad y contraste,
impuesta en escuelas e iglesias por una parte de la población, vencedora de una
guerra cruel, y, sobre todo, por ser asimilada inconscientemente. Una guerra
que perduró silenciosa en el tiempo, manteniendo sin voz a los vencidos, que
tuvieron que claudicar comulgando con la falacia de la “Santa cruzada” o la
ausencia de libertades que nos trae la Inquisición a la memoria.
Aunque parezca extraño (pero no
lo es) todavía hay muchas personas añorando aquellas enseñanzas, incapaces de
modificar parte de su identidad para que la democracia tenga cabida. Un aprendizaje
loable, por valores y esfuerzos familiares, y deleznable, por impregnarnos una
Patria impostora. Sólo la niñez es una, grande
y libre. La razón es clara: sus
estímulos quedaron anclados en el pasado feliz de su infancia como autos
reflejos citados, respondiendo hoy contra quienes les causen dolor. Maldicen,
insultan y denigran a quienes emiten críticas contrarias a las suyas o sus maneras
de pensar son distintas. Eluden confrontar ideas o dejar atrás,
momentáneamente, la inconsciencia del placer añejo que les complace.
Abogo por entendernos hablando con palabras impecables, con respeto,
sin insultos ni descalificaciones, aparcando nuestras infancias innecesarias de
olvidar, ya que, en definitiva, todos deseamos lo mejor para todos y cada uno
de nosotros, aunque los caminos elegidos para conseguirlo sean muy diferentes, una
vez tengamos en cuenta las causas instintivas expuestas o las que cada cual
considere. Nadie permita pues, que por nuestras disputas lógicas, unos sinvergüenzas
se aprovechen favoreciendo la malversación, la corrupción, el robo o cualquier
delito que atente a lo que es público y de todos. Anulemos de una vez las dos
Españas por el camino del dialogo y el acuerdo, estableciendo serias
responsabilidades y duras penas para quien con su gestión nos enfrenta.
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