sábado, 23 de septiembre de 2017

NADA QUE VER CON LA DEMOCRACIA

Siento disentir de los que ahora, con el tema de la independencia de Cataluña, dicen que el mismo es una cuestión no de independencia sino de democracia. (La democracia es liberalismo, libertad, pluralismo, tolerancia… lo contrario de autocracia, dictadura, tiranía… Política por la que el pueblo ejerce la soberanía mediante la elección de sus dirigentes).

Creo sinceramente que la democracia es algo maravilloso, encomiable y digno de preservar. Manosearla para principios estériles, pueriles o, sencillamente, para quedar bien como si a los que hemos carecido de ella no nos importara, es jugar con fuego sin haber manejado antes una escopeta. 

Posiblemente denoten mis palabras cierto temor y estáis en lo cierto si así lo pensáis, pero todo aquello que perturbe el entendimiento entre partes no se resuelve enfrentando a los ciudadanos entre sí; al contrario, todos perdemos como perdimos no hace tanto porque alguien no permitió que fueran los políticos (entre ellos) quienes dilucidaran los problemas. Esto no supone aceptar la imposición, la injusticia o el abuso de parte alguna; esto, claramente admite, que los políticos han de ajustarse a las normas por ellos establecidas y jugar las cartas para cambiar sus reglas sin esperar a que la gente, por ellos aludida, las rompa y, además, sean los héroes de la película o se vayan de rositas. Reúnanse, hablen y hablen hasta la extenuación si es preciso, sin salir del lugar elegido para el encuentro, hasta que la ausencia de entendimiento haya desaparecido: su desgana, su renuncia, su altivez, su procrastinar o su falta de interés no les justifica; al revés, les denigra y envilece. 

Son de una intolerancia repugnante las posturas tomadas por los líderes de Cataluña y de España. Más si cabe la de éste (cuya responsabilidad es superior) que jamás ha tomado la iniciativa por entenderse o llegar a algún tipo de acuerdo,  salvo ahora, cuando ya no hay remedio, y sus medidas son las de un toro herido dando cornadas a diestro y siniestro por el filo de un precipicio deteriorando la imagen de España. Nos ridiculiza como en otras ocasiones. 

En España, tendríamos que ponernos de acuerdo en las partes auto gobernables de su territorio en razón a orografía, idioma o peculiaridades que se precisen y su modificación no dependa de ningún gobierno cuando se le antoje o considere oportuno. No se puede estar cada día intentando quebrar un compromiso alegando “el derecho a decidir” que la democracia nos otorga. Excepción sin paliativos para territorios sometidos por un régimen totalitario o el caudillaje de un dictador. Excepción también cuando los pactos se hayan alcanzado mediante la opresión, privación de libertades, chantaje o engaño. Podría darse la paradoja que mañana la alcaldesa de Madrid y su gobierno pidiera la independencia de Madrid, ¿por qué no?

Acude a mi memoria la actividad de mi profesión por la cual dos o más clientes deseaban o, mejor dicho, me imponían, pese a mis recomendaciones, abrir una cuenta corriente conjunta, es decir, se obligaban a tener que firmar todos para disponer de la misma. Pues bien, raro era que en el trascurso de la misma, alguno de ellos no exigiera saltarse tal obligación por razones más o menos comprensibles. Entonces, ¿qué se debía hacer?: ¿No consentir? ¿Aceptar? ¿Ceder? Pese a que me asistiera la razón; pese a todo: dialogar y llegar a compromisos.

Algo parecido opino respecto al tema que nos ocupa. Nada que ver con la democracia.  Pienso que acordar sin posiciones radicales es de sentido común. Siempre quedará la posibilidad de confeccionar una nueva cuenta, una nueva Constitución que recoja el sentir del momento; un sentir que puede variar en cualquier tiempo y no sólo dependiente del poder que, sea dicho de paso, en esta ocasión, se asienta en el punto de la cúspide de su autoridad en lugar de en la base del pueblo. Los ciudadanos deben refrendar acuerdos establecidos dentro de la ley y no enfrentarse entre sí por unos políticos que, por lo general, buscan intereses partidistas o salvar su culo señalando culpables e invocando a la democracia sin aportar soluciones que nos lleven a entendernos.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

MANDE QUIEN MANDE

Los sentimientos más emblemáticos de los hombres (esos principales seres vivos de la cadena evolutiva), impregnados o no desde la infancia, como el dolor, la angustia o el miedo; el placer, la alegría o el entusiasmo, son susceptibles de ser anulados, modificados o transformados por voluntad propia o ajena, aunque sean motores imprescindibles para mover el mundo y, por ende, hacer suya una religión, una identidad, una ideología y lo que de las mismas surja. (En mis dos anteriores entradas -La dictadura de las religiones y Forjar el futuro- que recomiendo leer, a ellos me refería). 

Hoy, relataré por última vez (pues al respecto de la cuestión catalana me he expresado en otras ocasiones), que el independentismo no es un sentimiento sino el deseo de poder.  En el caso que nos ocupa, se trata de un germen inducido de arriba abajo, es decir, la voluntad del Poder estimulando al pueblo y no al revés, por lo que su consistencia o duración será más bien efímera, aunque se promueva con cierta frecuencia.

Tal poder se preocupa para que su aspiración sea secundada por la mayor parte de los ciudadanos que gobierna, aun a sabiendas que la independencia es prácticamente imposible con las leyes de España que pertenece a un mundo interrelacionado como el actual (salvo que todos sus residentes se hagan anacoretas) y trata de provocarlos con emociones que los fortalezca aduciendo a algo más fácil de entender: “el derecho a decidir”. 

Un derecho a decidir innegable y más, como no puede ser de otra manera, en una democracia (de la que ambos gobiernos –estatal y catalán- alardean) a la que se llega mediante la decisión de los  votos de la mayoría. Antes, sin embargo, de igual manera, se tuvieron que establecer las leyes y normas por las que regirse que fueron por todos refrendadas. Nos guste o no, la democracia en España se ha conseguido entre todos los españoles (catalanes incluidos). (No olvidemos cómo las Cortes franquistas se hicieron el haraquiri, cómo se culminaron los acuerdos de la Moncloa, la Constitución, la entrada en la OTAN y la CEE, la implantación del euro…).

Estas leyes no impuestas por un régimen dictatorial (aunque la sombra entonces nos alcanzara por ser tan alta como un ciprés) son las que debemos modificar nuevamente si así todos lo queremos. Esa ha de ser la hoja de ruta. Nadie tiene derecho a influir en su propio beneficio alegando a sentimientos intransferibles, ni tan poco a modificar la ley justificándola por “un derecho internacional” de autodeterminación. Éstos pueden darse (incluso la desobediencia civil) ante leyes injustas, represoras, absolutistas. Y no es el caso. 

Cataluña no puede auto-determinarse como territorio cuando en él (como parte de una España plural) no se dan tales supuestos. Al contrario, su gente, la gente que en ella habita, ha de gozar de iguales derechos y obligaciones que las del resto del territorio y tener sus peculiaridades, sus sentimientos, sus costumbres como las demás comunidades que forman España. Ahora bien, existe el ligero tufillo (las evidencias parecen palpables) que muchos de sus políticos se han envuelto en la bandera de la independencia al ser atacados o tildados de malversar fondos. A nadie se le ocultan nombres, tanto físicos como jurídicos, que así lo han hecho para tapar sus vergüenzas, liar al pueblo y llenarlo de valor para que los secunden ya que solos no van a ninguna parte.

Amo a Cataluña. Me gusta su gente y su tierra. Son algo mío. ¿Por qué no puedo decidir igualmente? ¿Acaso los catalanes no han de hacer lo mismo sobre el resto de las tierras de España? Y más todavía. No me gusta el sistema monárquico  porque la democracia, a mi juicio, con ella está incompleta, por mucho que países europeos de más tradición democrática que la nuestra las mantengan.
   

La gente anhela que el mundo sea un sólo pueblo en libertad, democracia y bienestar, mande quien mande.

lunes, 4 de septiembre de 2017

FORJAR EL FUTURO

Hablar del futuro es muy complicado y quimérico pretender acertar lo que ha de ocurrir. En tal sentido, la mayoría de las veces opinamos, comentamos o  manifestamos expresiones que son más lamentos o deseos que otra cosa; sin embargo, éstos, no están exentos de criterio, toda vez que, divulgando los mismos repetidamente, se irán convirtiendo en realidades no queridas o, al revés, anheladas. Es, por tanto, a mi juicio, de vital importancia pensar en positivo, aun a riesgo de caer en la utopía de la que un servidor alardea. (Cualquiera que haya leído algo de mis escritos observará esa tendencia, aportando soluciones a dificultades o problemas).

Algo inherente a la propia capacidad humana (codiciosa y ligera por naturaleza), posiblemente, no se corresponda con el tiempo parsimonioso que la  Creación se toma en perfeccionarla.  Cabe suponer pues que, en alguna parte del planeta, el hombre  progrese en el orden material, económico y científico, pero no así, en la misma medida, en el orden interno y espiritual que lo satisfaga. Las culturas y civilizaciones, y con ellas los humanos, cambian de escenarios y de épocas; avanzan, retroceden y viceversa muy a menudo, mientras que la evolución (mutación, innovación… de los seres vivos) progresa lentamente en la dirección ansiada con la fuerza de la necesidad de cada especie.

Esto, sin duda, acarrea la máxima complejidad en la formación de un ser vivo, principalmente la del hombre (el mayor exponente conocido de tal acomodo), especializado en el desarrollo de la mente (hay quien habla que poseemos hasta cinco tipos diferentes de cerebro), a través de la cual, impulsando sus comunicaciones neuronales, origina los sentimientos motivadores  de nuestras primordiales energías. El hombre pues, estará condicionado por siempre, al albur de esa Naturaleza que, en su día, nos constituyó y, ahora, nos moldea de forma aleatoria, caprichosa o determinada por mucho que la estemos pervirtiendo con inmundicias y desastrosas actuaciones (contaminación, explotación, maltrato) que me dan pie a pensar lo apuntando al comienzo: aquello que se persigue denodadamente, por muy difícil que sea, se consigue.

¿Por qué no prescindir, importunar, rebatir las emociones negativas, propias o ajenas, que nos arrastran a las vías del miedo, la angustia o la desesperación, y tomar los caminos del ánimo, la ilusión y la esperanza? “En estos tiempos (como casi en todos) hay multitud de intrigantes que se han ido metiendo en los asuntos públicos, y no buscando otra cosa que su medro personal, han estropeado todo lo que ha pasado por sus manos. ¡Y ya está bien! Progreso en el orden material, económico y científico: sí; pero, igualmente, perspectivas más claras, un espíritu crítico más profundo, una actividad más racional, un mayor grado de madurez, extirpando muchos prejuicios nocivos” y, sobre todo, respeto a todo lo que nos rodea: Naturaleza y seres vivos.
   
Cuanto antecede, producto de una manera de sentir (ni mejor ni peor que tantas otras), es la expresión lícita, libre e individual de HONRADEZ, TRANSPARENCIA por las que tanto abogo y tan escasamente se practica: la mayoría de los humanos estamos henchidos de susceptibilidad que a pocas cosas positivas nos conducen. Es imprescindible, por consiguiente, evitar dañinos calificativos, palabras soeces o expresiones hirientes y, en su lugar, emplear palabras impecables, que se conviertan en habituales, con las que ir construyendo los senderos hacía una perfecta adaptación intelectual. Y, más todavía,  añadamos RENTABILIDAD esforzándonos lo más posible, sin tomarse nada personalmente, ni presuponer acerca de los demás.
 

Ya va siendo hora de  intercambiar bienes materiales por valores espirituales. Se puede vivir con menos cosas tangibles y con más apremios intelectuales. Es cuestión de proponérselo.