Los sentimientos más emblemáticos
de los hombres (esos principales seres vivos de la cadena evolutiva), impregnados
o no desde la infancia, como el dolor, la angustia o el miedo; el placer, la
alegría o el entusiasmo, son susceptibles de ser anulados, modificados o
transformados por voluntad propia o ajena, aunque sean motores imprescindibles
para mover el mundo y, por ende, hacer suya una religión, una identidad, una
ideología y lo que de las mismas surja. (En mis dos anteriores entradas -La dictadura de las religiones y Forjar el
futuro- que recomiendo leer, a ellos me refería).
Hoy, relataré por última
vez (pues al respecto de la cuestión catalana me he expresado en otras
ocasiones), que el independentismo no es un sentimiento sino el deseo de poder. En el caso
que nos ocupa, se trata de un germen
inducido de arriba abajo, es decir, la voluntad del Poder estimulando al pueblo
y no al revés, por lo que su consistencia o duración será más bien efímera,
aunque se promueva con cierta frecuencia.
Tal poder se preocupa para que su
aspiración sea secundada por la mayor parte de los ciudadanos que gobierna, aun
a sabiendas que la independencia es prácticamente imposible con las leyes de
España que pertenece a un mundo interrelacionado como el actual (salvo que
todos sus residentes se hagan anacoretas) y trata de provocarlos con emociones
que los fortalezca aduciendo a algo más fácil de entender: “el derecho a
decidir”.
Un derecho a decidir innegable y más, como no puede ser de otra
manera, en una democracia (de la que ambos gobiernos –estatal y catalán-
alardean) a la que se llega mediante la decisión de los votos de la mayoría. Antes, sin embargo, de
igual manera, se tuvieron que establecer las leyes y normas por las que regirse
que fueron por todos refrendadas. Nos
guste o no, la democracia en España se ha conseguido entre todos los españoles
(catalanes incluidos). (No olvidemos cómo las Cortes franquistas se
hicieron el haraquiri, cómo se culminaron los acuerdos de la Moncloa, la
Constitución, la entrada en la OTAN y la CEE, la implantación del euro…).
Estas leyes no impuestas por un
régimen dictatorial (aunque la sombra entonces nos alcanzara por ser tan alta
como un ciprés) son las que debemos modificar nuevamente si así todos lo
queremos. Esa ha de ser la hoja de ruta. Nadie
tiene derecho a influir en su propio beneficio alegando a sentimientos
intransferibles, ni tan poco a modificar la ley justificándola por “un derecho
internacional” de autodeterminación. Éstos pueden darse (incluso la
desobediencia civil) ante leyes injustas, represoras, absolutistas. Y no es el
caso.
Cataluña no puede auto-determinarse como territorio cuando en él (como
parte de una España plural) no se dan tales supuestos. Al contrario, su gente,
la gente que en ella habita, ha de gozar de iguales derechos y obligaciones que
las del resto del territorio y tener sus peculiaridades, sus sentimientos, sus
costumbres como las demás comunidades que forman España. Ahora bien, existe el
ligero tufillo (las evidencias parecen palpables) que muchos de sus políticos
se han envuelto en la bandera de la independencia al ser atacados o tildados de
malversar fondos. A nadie se le ocultan nombres,
tanto físicos como jurídicos, que así lo han hecho para tapar sus vergüenzas,
liar al pueblo y llenarlo de valor para que los secunden ya que solos
no van a ninguna parte.
Amo a Cataluña. Me gusta su gente
y su tierra. Son algo mío. ¿Por qué no puedo decidir igualmente? ¿Acaso los
catalanes no han de hacer lo mismo sobre el resto de las tierras de España? Y
más todavía. No me gusta el sistema monárquico porque la democracia, a mi juicio, con ella está
incompleta, por mucho que países europeos de más tradición democrática que la
nuestra las mantengan.
La gente anhela que el mundo sea un sólo pueblo en libertad, democracia
y bienestar, mande quien mande.
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