Desde hace tiempo alguien me
aseguró: “la cabra cambia de pelo, pero
no de leche”. A partir de entonces tal sentencia vino a provocar en mí, con
cierta frecuencia, reflexiones sobre el origen de las cosas sin que aún hoy
haya conseguido averiguar nuestros inicios, ni siquiera sospechar si algún
humano carece de ombligo y me fuerce a creer en otra especie de animal distinto
al que todos somos o conocemos. Así que,
vengamos de Dios directamente o del chimpancé (a su imagen y semejanza o por el
origen de las especies) gozamos de la facultad de razonar, decidir y actuar
libremente (al día de hoy y desde nuestro comienzo) para ponernos de acuerdo o provocar una catástrofe.
Me da la sensación que los
humanos pensando irracionalmente (si es que esto puede hacerse) llegamos a la
conclusión de que “todo vale”. Pero
actualmente, con tantos miles de millones de seres hablantes en el mundo, esa
absoluta libertad (por la que cada cual hace lo que quiere) será más
responsabilidad, ya que vivir igual, que
cuando eran unos pocos, es imposible. Los territorios, los climas, las
circunstancias, las normas que se establezcan nos marcarán y sus huellas nos harán
aparentemente distintos, enfrentando nuestras psiquis a indagar si es el
destino está escrito de antemano o el camino por el que discurrimos nos hará
llegar hasta él.
Pensemos: nuestra herencia
genética, desde el primer homínido, evolucionó (sin que Dios interviniera, lo
que me inclina a asegurar que del mono venimos) mezclando por la mitad el
genoma del macho y la hembra. Ello es suficiente para afirmar (al contrario del
dicho con que iniciamos) que la cabrá cambia de pelo y de leche aunque, tal vez,
esta última se note menos. Así es como evolucionamos y nos multiplicamos siendo
las condiciones de vida cada vez más propicias. Y lo seguiremos haciendo hasta
extinguirnos como especie, consecuencia de un futuro impredecible, que nadie podrá,
o no, achacarlo a un destino marcado.
¡Hay tantas y tantas cosas por
descubrir! Unas, exteriores, se perciben más fácilmente; otras, internas,
apenas si el propio interesado las advierte.
Hay una, sin embargo, la referida a que “no hay efecto sin causa”, que inquieta a
muchos y permite tranquilizar a los incrédulos de un más allá terrorífico o
placentero, dejándose llevar por los hilos invisibles de los sentimientos del
mal y del bien que albergan en su caletre, en el convencimiento de que cada
cual gozará o sufrirá de conformidad con los actos realizados. El tiempo pues pasará convirtiéndonos en
humanos muy diferentes a como fuimos, tanto física como intelectualmente,
guardando en un mismo saco las prohibiciones y los efectos que nos hacen
iguales colectivamente (nacionalismos, patriotismos, independentismos, racismos,
xenofobias, miedos al diferente, identidades, ignorancias…) que afloran en
crisis y dificultades.
El juego por averiguar la génesis de las cosas (costumbres,
tradiciones, religiones, políticas, trabajos…) resulta interesante y más si se comprende
sin permitir que impulsos o habladurías nos engañen. A veces, cuesta
trabajo y se renuncia a ello, pero casi siempre divierte y se aprende que,
desde épocas remotas, todos los modos son artificiales, creados por los humanos
por mucho que alguien esté interesado en hacernos creer que son genuinas.
Así por ejemplo, si profundizas,
sabrás que el partido en el poder que nos gobierna (el PP) es originario de
memes franquistas totalitarios, con un tal Fraga a la cabeza. ¿Qué viene a mostrar
tal origen aunque nada asegure como la
frase “la cabra cambia de pelo, pero no de leche”? Una evidencia que no se ve, que
se oculta a la gente y está latente. A la larga, resucita, y su miedo corta la
libertad (esencial en democracia) o, poco simboliza, y deja las cosas como están.
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